Nuevo
disco de Alex Anwandter en poco más de un año y la pregunta cae de
cajón: ¿era necesario? Después de terminar con Teleradio Donoso y renacer como Odisea
en mayo de 2010, el cantante ahora borra con el codo lo firmado con ese
seudónimo para recuperar su nombre y volver con Rebeldes
(2011). El resultado de esta jugada es un trabajo prematuro y poco agraciado,
una placa que marca un enorme retroceso en la carrera del cantante y que deja
un mal sabor a causa de las mortales referencias a otros artistas de su
generación, voces que eclipsan lo que se intuye como la supuesta guinda de la
torta del reciente pop nacional.
A
primera vista hay una cuota de sencillez que resalta en Rebeldes,
sobre todo si se le compara con el sofocante estilo electrónico de Odisea,
el anterior registro de Anwandter. A diferencia de ese álbum –en donde todo
parecía ultra calculado y manipulado-, las nueve canciones de este retorno
mezclan programaciones electrónicas con instrumentos tradicionales (guitarras,
piano, bajo, batería), haciendo que el electropop del chileno se transforme en
pop simple y sin espacios para la experimentación. Aquí no hay composiciones
eternas ni letras enigmáticas, rasgos que abundaban en su disco del año pasado. No
obstante, al optar por reducir la complejidad de su nuevo repertorio, Anwandter
termina dando palos de ciego, confundiendo la claridad y la inmediatez propias
del pop con la comodidad y la reproducción de estilos ajenos.
Un
reparo básico es el ordenamiento de las canciones. En Rebeldes
los cortes más bailables son seguidos por baladas, salvo en los últimos minutos
cuando aparece “Fin de semana en el cielo”, un incomprensible arranque
melodramático que desentona con el resto de las pistas. Es obvio que al agrupar
las canciones de esta manera se busca guiar al auditor por momentos altos y
bajos –en una especie de vaivén sonoro que define la estructura final del
disco-, pero la separación es tan radical que termina por entrelazar a la fuerza las
composiciones de Anwandter.
Pero Rebeldes cae en otro grave error:
piratear referentes demasiado evidentes (y cercanos) como pasar inadvertidos. Por ejemplo, en “Cómo
puedes vivir contigo mismo”, el guiño a Technotronic es tan descarado que
ni siquiera puede ser tomado en serio. Sin embargo, el remate de esta misma
canción es aún más vergonzoso cuando aparece la primera referencia a Javiera
Mena, con esos arreglos de cuerdas casi hurtados a los de “Hasta la
verdad” (de Mena, 2010). Aquí comienzan a aparecer serios indicios de
imitación, antecedentes que se comprueban con el paso de los minutos cuando la
mímica se vuelve obscena, sobre todo en “Que se acabe el mundo, por favor”,
corte en el que Anwandter copia el tono de voz de la cantante para despacharse
unos “de ti” que parecen salidos de un papel calco. Como si con
esto no bastara, el ex Teleradio Donoso, cual mimo, retoma la batería utilizada
por su colega en “No te cuesta nada” para escribir su propia versión en “Tormenta”,
la balada principal de Rebeldes.
Destacar
estas conexiones entre Anwandter y Mena –o mejor dicho, los
intentos del primero por sonar igual a la segunda- no busca menospreciar la
influencia de tal o cual artista en el proceso creativo del cantante, pues
sería ridículo no reconocer que la música popular funciona según la
constante del copiar/pegar. Señalar cómo el autor de “Tatuajes” se
intenta mimetizar con el estilo de Mena sólo sirve para comprender, ya casi sin
necesidad de mayores argumentos, que la metáfora del “Chile, nuevo paraíso
del pop” –rótulo creado en España y legitimado oficialmente en Chile por la
SCD en la última versión del Pulsar- no es más que un penoso espejeo entre cantantes
vinculados a un pequeño sector de la música nacional.
Otro
detalle no menor es la escasez de ideas que inspiran las canciones de Rebeldes.
Como buen exponente de su generación, Alex Anwandter se escuda en
historias basadas en un sinfín de divagaciones que no conocen otros espacios
más allá de la cama, el velador o con suerte la esquina. Tal como ocurría en Odisea
–en donde Anwandter se enfrascó en una represiva reflexión sobre
la ciudad sin nombrar una sola calle-, el cantante vuelve a demostrar la
pobreza de su imaginario al relatar dramas de pasillo o anécdotas amorosas de
lo más desabridas. Asimismo, la poca destreza de este autor se transparenta
cuando el abismo que separa su discurso íntimo con el del mundo exterior
encuentra una salida a partir de las drogas y su famosa piscina de
ketamina, además de esa imagen seudo impactante de su “brazo morado”.
En
otras palabras, las letras de Anwandter asombran por su debilidad y por
querer legitimar a toda costa su “pop desprejuiciado”. De hecho, no está
demás insistir en que su narración
se vuelve aún más opaca al insinuar cierta ambigüedad sexual, un elemento que
en su disco anterior alcanzó un estatus mucho más evidente y abiertamente
andrógino. En este caso, en cambio, el cantante juega a dedicar versos a
un otro masculino/femenino como si en ese movimiento se escondiera una especie
de trasgresión o valentía (o tal vez esa
rebeldía que no aparece por ninguna parte).
Desprovisto de buenos momentos e influenciado
por trabajos chilenos mucho mejor logrados, Rebeldes
ubica a Alex Anwandter en un terreno peligroso, dominado por la copia y la sumisión
a las reglas de lo que debe ser un disco pop. Por eso, vale la pena
preguntarse si es que entre tanto ir y venir, entre tanto inventarse apodos y
olvidar su nombre, el cantante no logró más que perder su propio rumbo. Porque
si algo queda claro es que aquí no hay indicios de un proceso
creativo de reinvención o búsqueda, sino que sólo hay huellas de un autor que
no sabe para dónde va la micro.